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”comeme” Linda Jaivin

Julia, fotógrafa obsesionada por los chicos jóvenes y la cultura china; Helen,
profesora de ideología feminista a la cual traicionan sus deseos
inconfesables; Chantal, editora de una revista de moda y con tendencia a
dejarse seducir por nuevas experiencias, y Philippa, escritora en ciernes que
oculta su lesbianismo y su pasión por los juegos sadomasoquistas. Cuatro
amigas que se reúnen en sus casas, en cafeterías y restaurantes para
contarse sus opiniones sobre los hombres, las conquistas amorosas, los
escarceos eróticos y sus fantasías sexuales.

I. Cómeme


Una novela provocativa y llena de matices, una obra en la que realidad y
ficción se unen en una mezcla explosiva de originalidad e ingenio. ¿Juego
literario, pornografía o devastadora sátira social? Quizás un poco de todo,
combinado, eso sí, con la perversa sensualidad de sus cuatro protagonistas.

Acarició los higos frescos con las yemas de los dedos. Realmente, eran unos
saquitos sorprendentes: extraños, oscuros y arrugados, pero exquisitos al paladar. La
madre naturaleza debía de estar pensando en el padre naturaleza cuando inventó los
higos.
Ava levantó la mirada, echó hacia atrás la larga melena negra y miró a su
alrededor con ojos azules como el hielo. No parecía que hubiera nadie más en el
supermercado. Sarah, la única cajera del turno de noche, acababa de despachar al
último cliente y estaba absorta en la lectura de una novela rosa de la colección
Harlequin. Lo único que se oía era el murmullo de las cámaras frigoríficas y la
melodía casi imperceptible del hilo musical. El frío artificial del potente aire
acondicionado mitigaba lo que, sin su presencia, hubiera sido una cornucopia de
aromas increíblemente excitante, desde la dulce madurez de los plátanos hasta la
acritud cítrica de los limones y las limas. En los supermercados todo es frío: los
brillantes suelos recién fregados, el gélido acero de los estantes, la fluorescencia polar
de las luces.
Ava cogió un higo y lo olfateó. Sacó la lengua y lo lamió. ¿Si a los conejos les
gustan las zanahorias, por qué no les van a gustar también los higos? Se subió
lentamente la minifalda negra hasta dejar al descubierto los remates de encaje de sus
medias. No llevaba bragas. Nunca llevaba bragas. ¿Para qué iba a llevarlas? Al
tocarse, notó que ya estaba caliente y húmeda. Con la otra mano, se acercó el higo a
la entrepierna y se acarició la boca del sexo con la fruta, primero suavemente,
después con vigor. Notó cómo la piel del higo se iba rasgando. Algunas de las
semillas se pegaron a sus labios vaginales y a otros lugares secretos del interior de sus
muslos. Volvió a meterse el higo en la boca —un dulzor salado— y lo chupó hasta
dejarlo seco.
Ava dejó caer los restos de la fruta en el estante y avanzó hacia las fresas.
Grandes, rojas y firmes, sabía exactamente cuál era su sitio: dentro de ella. Dio varios
pasos sin separar los muslos, colocando un tacón justo delante del otro,
concentrándose en las sensaciones que le provocaban las fresas al deslizarse unas
sobre otras, aplastándose entre sí. En su imaginación, creía poder distinguir el
cosquilleo de cada rabillo verde. Se paró, apoyó la espalda contra uno de los estantes
y cerró los ojos mientras los jugos se derramaban entre sus muslos.
Adam, el vigilante del supermercado, tragó saliva. Se movió para poder observar
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mejor a Ava desde detrás del estante de las patatas fritas. La nuez le descendió por el
cuello hasta el botón de la camisa. Adam ya estaba ahí, detrás de las bolsas de
patatas, cuando ella había llegado a la sección de ‘frutas y verduras’. Lo había visto
todo. Sabía que debería haberle llamado la atención en cuanto empezó a juguetear
con el higo, pero estaba paralizado por…¿Por qué? Sintió un escalofrío. Se ajustó los
pantalones caqui y se pasó la mano por la cabeza rapada. Sus movimientos eran
torpes. Una brillante bolsa de aperitivos de maíz bajos en colesterol cayó al suelo con
estruendo.
Si Ava se dio cuenta, desde luego no hizo nada para demostrarlo. La expresión de
su cara no cambió; parecía extasiada. Se subió la falda un poco más, hasta dejar el
liguero al descubierto, se metió dos dedos en su propio fruto, lleno de jugos frescos y
punzantes, y empezó a frotárselo al tiempo que movía las caderas, cada vez más
rápido. Se sacó los dedos, muy despacio, se los introdujo en la boca y se los chupó
con fruición. Un hilo de papilla de fresa le resbaló por la barbilla. Hurgó en su bolso
hasta encontrar un espejo. Agachada, con el culo apuntando hacia Adam, situó el
espejo entre sus piernas, se abrió el sexo con los dedos y se estudió a sí misma con
atención.
Uvas. Eso es lo que pensó.
Las eligió cuidadosamente. Frutas firmes en un racimo prieto. Uvas grandes,
redondas, moradas. Se dio la vuelta y apoyó la espalda contra el estante. Abrió las
piernas de par en par y empezó a dibujarse pequeños círculos en el clítoris. Con la
otra mano, se fue metiendo las uvas, poco a poco, tirando levemente de ellas antes de
cada nuevo empujón. El racimo le arañaba y le hacía cosquillas, y eso le gustaba.
Sin previo aviso, Ava levantó la cabeza y miró fijamente a los ojos al hombre que
la había estado espiando todo este tiempo. Sus labios, rojos como la sangre, dibujaron
una sonrisa maliciosa. Cogió una uva chorreante y se la ofreció. Adam se quedó
rígido, como los alimentos de la sección de congelados. Dibujando un beso con los
labios, Ava se llevó la uva a la boca y la succionó sonoramente. Después devolvió el
racimo al estante. Sin apartar ni un momento los ojos de Adam, tanteó a su espalda
hasta encontrar un kiwi maduro. Enseguida lo levantó delante de ella y clavó las uñas
en la piel velluda. La fruta estalló y el líquido verde resbaló entre sus dedos. Ava
clavó sus ojos en los de Adam y se introdujo la fruta herida en la cueva hambrienta
que tenía entre los muslos, por los que ya chorreaban todo tipo de jugos.
Adam dio un paso vacilante hacia ella. Ava hizo como si no se diera cuenta. Se
sacó el kiwi y se comió la mitad, sin ninguna prisa. Extendió el brazo hacia Adam y
le ofreció la otra mitad al tiempo que arqueaba una ceja. Adam siguió avanzando
hacia ella, ahora con paso decidido. Cogió la fruta, se la comió con desenfreno y se
dejó caer de rodillas delante de Ava.
Ella abrió las piernas un poco más. Extendió los brazos, le agarró de la nuca y le
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apretó la cara contra su fruto. Adam gimió.
—¡Cómeme! —le ordenó ella.
—Pero…—protestó él con voz temblorosa.
—¡Cómeme, patata asquerosa! —repitió ella, esta vez con tono amenazante.
—Pero…
Ava escarbó en su bolso con la otra mano y sacó el pequeño látigo que siempre
llevaba con ella. Lo hizo chasquear en el suelo, justo al lado de Adam.
Él movió la cabeza de un lado a otro, pero sólo consiguió que el roce de su cabeza
y de su barba incipiente excitaran todavía más el sexo hinchado y anhelante de Ava.
—Cómeme, mancha de café, rodaja de queso rancio, filete de carne de caballo
viejo —lo humilló ella, acariciándole la nuca con el mango del látigo.
—¡No! —protestó él—. ¡No, no lo haré! ¡Y no puedes obligarme! ¡Soy un chico
bueno!
—Eres un chico malo —lo contradijo Ava—. Peor que unas patatas fritas con sal
y vinagre, peor que una gran tarta de chocolate.
—¡No es verdad! —se quejó Adam agarrándose a los muslos de Ava con las dos
manos— Soy tan intachable como Sara Lee, tan puro como una barra de pan integral.
No participaré en tus asquerosos juegos. —Ava le dio un fuerte tirón de orejas. Adam
gimió de dolor y dejó de forcejear— Está bien —susurró en la entrepierna de Ava—.
Está bien. Te comeré. Lo haré. Serás mi paté, mi pulpo, mi arroz con calabaza, mi
estofado. —y empezó a comer, a comer como si estuviera muerto de hambre. La
devoró con la lengua, con los labios, con los dientes y las manos. Comió hasta no
dejar rastro del higo, ni de la fresa ni de las uvas ni del kiwi que la batidora de amor
de Ava habían convertido en un yogur caliente y salado de frutas tropicales. .
Ava dejó caer el látigo. Mientras se deslizaba hacia el suelo, su mano encontró un
racimo de plátanos. Adam seguía arrodillado, bebiendo de su abrevadero. Extendió
los brazos, le cogió la mano a Ava y se la apretó contra el suelo, obligándola a soltar
los plátanos. Ella levantó la cabeza y lo miró con rabia. Forcejeó, pero fue inútil.
Ahora era él quien sonreía. Volvió a concentrarse en el sexo de Ava, pero esta vez a
su propio ritmo, dolorosamente lento. Ava gimió, dando patadas al aire, y se corrió en
la boca del vigilante. Uno de sus zapatos de tacón salió volando y resbaló por el
pasillo hasta la sección de cereales para el desayuno. Adam le dejó libres las manos y
siguió chupándola mientras buscaba el racimo de plátanos a tientas. Peló uno. Sin
levantar las manos del suelo, Ava respiró hondo. Adam le metió el plátano hasta el
fondo. Después se levantó y la observó de reojo mientras ella se provocaba un nuevo
orgasmo con expertas arremetidas del plátano. No paró hasta convertir la fruta en
papilla.
—¡Eres una puta asquerosa! —exclamó Adam mientras se acercaba a la sección
de verduras. Cuando volvió con un pepino, Ava lo esperaba de pie, con el látigo en la
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mano.
—¿Qué has dicho? —Aunque la voz le temblaba un poco, sonaba imperiosa—.
Maldito pedazo de salami podrido —le espetó con voz ronca.
—Que eres una puta asquerosa —repitió él con un poco menos de convicción sin
apartar los ojos del látigo—. Me das más asco que una sopa de sobre, me das más
asco que… que un bizcocho de cabello de ángel, que el queso con gusanos.
—Quítate los pantalones —dijo ella acariciando el mango de cuero del látigo.
—Ni lo sueñes, manitas de cerdo.
—He dicho que te quites los pantalones, pedazo de colesterol.
—Puta. Zorra. Huesos de caldo.
Ava hizo chasquear el látigo con un rápido movimiento de la muñeca. La punta
afilada lamió el muslo de Adam.
Resoplando, Adam se bajó los pantalones; él tampoco llevaba ropa interior. Tenía
una erección monumental. Ava se la acarició suavemente con el látigo y se rió con
sorna.
—Así que lo estás disfrutando, mofletes de requesón.
Adam rehuyó su mirada.
—Agáchate.
—No.
—No hagas que me enfade.
Él frunció el ceño, se agachó con el culo apuntando hacia ella y apoyó las manos
en el estante de la fruta.
—Dame el pepino —le ordenó ella.
Al volver la cabeza, Adam vio que Ava lo estaba lubricando en su vagina. Hasta
que se lo empezó a meter lentamente por el culo. Él gimió y se retorció de dolor y de
placer al mismo tiempo.
De repente se hizo el silencio. Alguien había apagado el hilo musical. Ava y
Adam escucharon la voz metálica de Sarah por el sistema de megafonía:
—Señores clientes, les recordamos que estamos a punto de cerrar. Por favor,
procedan a pasar por caja. Gracias por su visita. Esperamos volver a verles pronto.
Ava sacó el pepino del ano de Adam y lo lanzó al estante de las verduras; cayó
justo al lado de los demás pepinos.
— Bonito tiro, bollito.
—Gracias —dijo ella. Los dos se rieron y se arreglaron la ropa a toda prisa. Ava
recuperó su zapato y se guardó el látigo en el bolso— Será mejor que compre algo —
susurró; leche de coco y un frasquito de estragón, pensó, como podía haber pensado
en cualquier otra cosa.
—¿Nos vemos la semana que viene, tarrito de miel? —preguntó Adam—¿Donde
siempre a la hora de siempre?

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Laura Vera

Laura Vera

Master in Sexology from Institute of Sexology in Granada, Spain. I like to learn everything related with sex and erotism. The best way to learn about a topic is to try to explain it.
Laura is Sex & Relationship Therapist and

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